Un taxista de New York
escribe lo siguiente:
Llegué a la dirección indicada y toqué la bocina. Después de esperar unos cuantos minutos, toqué otra vez.
Dado que ese era mi último viaje ese día, pensé en irme y listo, pero en cambio estacioné en el parque y fui a la entrada y toqué a la puerta.
“Un minuto”, me respondió una voz débil y anciana. Sentí que alguien arrastraba algo por el suelo. Tras una larga pausa, se abrió la puerta. Una viejita de alrededor de unos 90 años se paró ante mí. Llevaba puesto un vestido estampado y un casquete con un velo enganchado con un alfiler, como si hubiera salido directamente de una película de la década de los ’40. Al lado de la anciana había una valijita de nylon. El departamento parecía como si no hubiera sido habitado durante años. Todos los muebles estaban cubiertos de sábanas. No había ningún reloj en la pared ni utensilios en los armarios. En un rincón había una caja de cartón llena de fotos.
La viejita me preguntó: “¿Me podría llevar la valija al auto?”.
Yo levanté la valijita y volví a la casa, a ayudarla. Ella se apoyó en mi brazo y fuimos caminando despacio al cordón de la vereda. Todo el tiempo ella me dio las gracias por ayudarla. “No es nada”, le dije. “Yo solamente trato a mis pasajeros de la misma manera que a mi mamá le gustaría que la traten”.
“Ay, qué buen chico eres…”, me dijo ella. Cuando subimos al taxi, ella me dio una dirección y me preguntó si podía pasar por el centro. Yo le respondí que por el centro no era la ruta más corta. Ella me miró por el espejo y me dijo: “No importa. No estoy apurada. Estoy yendo al hospicio”. La miré por el espejo. Tenía los ojos brillantes. “Ya no me queda más familia. Y el doctor dice que no me queda mucho tiempo”. Yo en silencio estiré la mano y apagué el taxímetro. “¿Qué ruta prefiere entonces?”, le pregunté. Durante las dos horas siguientes paseamos por la ciudad. Ella me mostró el edificio en el que alguna vez había trabajado de ascensorista. Viajamos por el barrio en el que ella y su marido habían vivido cuando eran recién casados. Después me hizo estacionar frente a un depósito de muebles que años antes había sido un salón de bailes que solía frecuentar de joven.
Varias veces me pidió que viajara despacio cuando pasaba por un edificio en especial o una esquina en particular y se quedaba mirando completamente absorta, sin decir nada. De repente me dijo: “Ya estoy cansada. Sigamos por favor”. Y continuamos viajando en silencio a la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como si fuera una clínica de reposo. Apenas estacionamos, vinieron a recibirla dos ordenanzas que al parecer la estaban esperando. Yo llevé la valijita hasta la puerta. La mujer ya estaba sentada en la silla de ruedas. “¿Cuánto le debo?”, me preguntó, metiendo la mano en el monedero. “Nada”, le respondí. “Pero usted tiene que mantener a su familia”, me dijo. “Tengo otros pasajeros”, le dije. Casi sin darme cuenta, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza. “Le diste a esta anciana unos momentos de alegría. Muchas gracias”, me dijo. Yo le apreté la mano y fui caminando al taxi.
Sentí que detrás de mí se cerró una puerta. Fue como el sonido de una vida cerrándose. Ese día no levanté más pasajeros y seguí conduciendo solo, absorto en mis pensamientos. Durante el resto del día apenas si pude hablar. ¿Qué habría pasado si a la anciana le hubiera tocado un taxista impaciente o enojado? ¿Y qué hubiera pasado si yo mismo me hubiera negado a esperarla y me hubiera ido después del primer bocinazo?
Yo siento que esto fue la cosa más importante que hice en toda mi vida. Se nos condicionó a pensar que la vida gira en torno a “grandes momentos”. Pero muchas veces los grandes momentos nos agarran de improviso. Por experiencia, les digo que conviene estar atentos…
Breslev
Llegué a la dirección indicada y toqué la bocina. Después de esperar unos cuantos minutos, toqué otra vez.
Dado que ese era mi último viaje ese día, pensé en irme y listo, pero en cambio estacioné en el parque y fui a la entrada y toqué a la puerta.
“Un minuto”, me respondió una voz débil y anciana. Sentí que alguien arrastraba algo por el suelo. Tras una larga pausa, se abrió la puerta. Una viejita de alrededor de unos 90 años se paró ante mí. Llevaba puesto un vestido estampado y un casquete con un velo enganchado con un alfiler, como si hubiera salido directamente de una película de la década de los ’40. Al lado de la anciana había una valijita de nylon. El departamento parecía como si no hubiera sido habitado durante años. Todos los muebles estaban cubiertos de sábanas. No había ningún reloj en la pared ni utensilios en los armarios. En un rincón había una caja de cartón llena de fotos.
La viejita me preguntó: “¿Me podría llevar la valija al auto?”.
Yo levanté la valijita y volví a la casa, a ayudarla. Ella se apoyó en mi brazo y fuimos caminando despacio al cordón de la vereda. Todo el tiempo ella me dio las gracias por ayudarla. “No es nada”, le dije. “Yo solamente trato a mis pasajeros de la misma manera que a mi mamá le gustaría que la traten”.
“Ay, qué buen chico eres…”, me dijo ella. Cuando subimos al taxi, ella me dio una dirección y me preguntó si podía pasar por el centro. Yo le respondí que por el centro no era la ruta más corta. Ella me miró por el espejo y me dijo: “No importa. No estoy apurada. Estoy yendo al hospicio”. La miré por el espejo. Tenía los ojos brillantes. “Ya no me queda más familia. Y el doctor dice que no me queda mucho tiempo”. Yo en silencio estiré la mano y apagué el taxímetro. “¿Qué ruta prefiere entonces?”, le pregunté. Durante las dos horas siguientes paseamos por la ciudad. Ella me mostró el edificio en el que alguna vez había trabajado de ascensorista. Viajamos por el barrio en el que ella y su marido habían vivido cuando eran recién casados. Después me hizo estacionar frente a un depósito de muebles que años antes había sido un salón de bailes que solía frecuentar de joven.
Varias veces me pidió que viajara despacio cuando pasaba por un edificio en especial o una esquina en particular y se quedaba mirando completamente absorta, sin decir nada. De repente me dijo: “Ya estoy cansada. Sigamos por favor”. Y continuamos viajando en silencio a la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como si fuera una clínica de reposo. Apenas estacionamos, vinieron a recibirla dos ordenanzas que al parecer la estaban esperando. Yo llevé la valijita hasta la puerta. La mujer ya estaba sentada en la silla de ruedas. “¿Cuánto le debo?”, me preguntó, metiendo la mano en el monedero. “Nada”, le respondí. “Pero usted tiene que mantener a su familia”, me dijo. “Tengo otros pasajeros”, le dije. Casi sin darme cuenta, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza. “Le diste a esta anciana unos momentos de alegría. Muchas gracias”, me dijo. Yo le apreté la mano y fui caminando al taxi.
Sentí que detrás de mí se cerró una puerta. Fue como el sonido de una vida cerrándose. Ese día no levanté más pasajeros y seguí conduciendo solo, absorto en mis pensamientos. Durante el resto del día apenas si pude hablar. ¿Qué habría pasado si a la anciana le hubiera tocado un taxista impaciente o enojado? ¿Y qué hubiera pasado si yo mismo me hubiera negado a esperarla y me hubiera ido después del primer bocinazo?
Yo siento que esto fue la cosa más importante que hice en toda mi vida. Se nos condicionó a pensar que la vida gira en torno a “grandes momentos”. Pero muchas veces los grandes momentos nos agarran de improviso. Por experiencia, les digo que conviene estar atentos…
Breslev
Foto sacada a un naranjo en Orihuela de la Costa.
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